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En el Antiguo Testamento Dios entregó los Diez Mandamientos a Moisés en el Sinaí para ayudar a su pueblo escogidos a cumplir la ley divina.

 

Jesucristo, en la ley evangélica, confirmó los Diez Mandamientos y los perfeccionó con su palabra y con su ejemplo.

Nuestro amor a Dios se manifiesta en el cumplimiento de los Diez Mandamientos y de los preceptos de la Iglesia.

En definitiva, todos los Mandamientos se resumen en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo, y más aún, como Cristo nos amó.

 

¿Basta creer para salvarse?

No basta creer para salvarse, pues dice Jesucristo: Si quieres salvarte, cumple los mandamientos.

 

¿Quién dio los Diez Mandamientos?

Dios mismo dio los Diez Mandamientos a Moisés, y Jesucristo los confirmó y perfeccionó con su palabra y con su ejemplo.

 

¿Cuáles son los Diez Mandamiento de la Ley de Dios?

 

Los Diez Mandamientos de la Ley de Dios son:

1º Amarás a Dios sobre todas las cosas.

2º No tomarás el Nombre de Dios en vano.
3º Santificarás las fiestas.
4º Honrarás a tu padre y a tu madre.
5º No matarás.
6º No cometerás actos impuros.
7º No robarás.
8º No dirás falso testimonio ni mentirás.
9º No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
10º No codiciarás los bienes ajenos.

 

Fuente: http://www.aciprensa.com/Catecismo/diezmandam.htm

 
Existen Varios artículos sobre los Diez Mandamientos
  •    DEFINICIÓN DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

    SEGUNDA SECCIÓN


    “Maestro, ¿qué he de hacer...?”

    2052 ‘Maestro, ¿qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?’ Al joven que le hace esta pregunta, Jesús responde primero invocando la necesidad de reconocer a Dios como ‘el único Bueno’, como el Bien por excelencia y como la fuente de todo bien. Luego Jesús le declara: ‘Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos’. Y cita a su interlocutor los preceptos que se refieren al amor del prójimo: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso, honra a tu padre y a tu madre’. Finalmente, Jesús resume estos mandamientos de una manera positiva: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Mt 19, 16-19). 

    2053 A esta primera respuesta se añade una segunda: ‘Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme’ (Mt 19, 21). Esta res puesta no anula la primera. El seguimiento de Jesucristo implica cumplir los mandamientos. La Ley no es abolida (cf Mt 5, 17), sino que el hombre es invitado a encontrarla en la Persona de su Maestro, que es quien le da la plenitud perfecta. En los tres evangelios sinópticos la llamada de Jesús, dirigida al joven rico, de seguirle en la obediencia del discípulo, y en la observancia de los preceptos, es relacionada con el llamamiento a la pobreza y a la castidad (cf Mt 19, 6-12. 21. 23-29). Los consejos evangélicos son inseparables de los mandamientos. 

    2054 Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su letra. Predicó la ‘justicia que sobre pasa la de los escribas y fariseos’ (Mt 5, 20), así como la de los paganos (cf Mt 5, 46-47). Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: ‘habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás... Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal’ (Mt 5, 21-22). 

    2055 Cuando le hacen la pregunta: ‘¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?’ (Mt 22, 36), Jesús responde: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas’ (Mt 22, 37-40; cf Dt 6, 5; Lv 19, 18). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley: 

    En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13, 9-10). 

    2056 La palabra ‘Decálogo’ significa literalmente ‘diez palabras’ (Ex 34, 28 ; Dt 4, 13; 10, 4). Estas ‘diez palabras’ Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Las escribió ‘con su Dedo’ (Ex 31, 18), a diferencia de los otros preceptos escritos por Moisés (cf Dt 31, 9.24). Constituyen palabras de Dios en un sentido eminente. Son transmitidas en los libros del Exodo (cf Ex 20, 1-17) y del Deuteronomio (cf Dt 5, 6-22). Ya en el Antiguo Testamento, los libros santos hablan de las ‘diez palabras’ (cf por ejemplo, Os 4, 2; Jr 7, 9; Ez 18, 5-9); pero su pleno sentido será revelado en la nueva Alianza en Jesucristo. 

    2057 El Decálogo se comprende ante todo cuando se lee en el con texto del Exodo, que es el gran acontecimiento liberador de Dios en el centro de la antigua Alianza. Las ‘diez palabras’, bien sean formula das como preceptos negativos, prohibiciones, o bien como mandamientos positivos (como ‘honra a tu padre y a tu madre’), indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida: 

    Si amas a tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás (Dt 30, 16). 

    Esta fuerza liberadora del Decálogo aparece, por ejemplo, en el mandamiento del descanso del sábado, destinado también a los extranjeros y a los esclavos: 

    Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y con tenso brazo (Dt 5, 15). 

    2058 Las ‘diez palabras’ resumen y proclaman la ley de Dios: ‘Estas palabras dijo el Señor a toda vuestra asamblea, en la montaña, de en medio del fuego, la nube y la densa niebla, con voz potente, y nada más añadió. Luego las escribió en dos tablas de piedra y me las entregó a mí’ (Dt 5, 22). Por eso estas dos tablas son llamadas ‘el Testimonio’ (Ex 25, 169, pues contienen las cláusulas de la Alianza establecida entre Dios y su pueblo. Estas ‘tablas del Testimonio’ (Ex 31, 18; 32, 15; 34, 29) se debían depositar en el ‘arca’ (Ex 25, 16; 40, 1-2). 

    2059 Las ‘diez palabras’ son pronunciadas por Dios dentro de una teofanía (‘el Señor os habló cara a cara en la montaña, en medio del fuego’: Dt 5, 4). Pertenecen a la revelación que Dios hace de sí mismo y de su gloria. El don de los mandamientos es don de Dios y de su santa voluntad. Dando a conocer su voluntad, Dios se revela a su pueblo. 

    2060 El don de los mandamientos de la ley forma parte de la Alianza sellada por Dios con los suyos. Según el libro del Exodo, la revelación de las ‘diez palabras’ es concedida entre la proposición de la Alianza (cf Ex 19) y su ratificación (cf Ex 24), después que el pueblo se comprometió a ‘hacer’ todo lo que el Señor había dicho y a ‘obedecerlo’ (Ex 24, 7). El Decálogo no es transmitido sino tras el recuerdo de la Alianza (‘el Señor, nuestro Dios, estableció con nosotros una alianza en Horeb’: Dt 5, 2). 

    2061 Los mandamientos reciben su plena significación en el interior de la Alianza. Según la Escritura, el obrar moral del hombre adquiere todo su sentido en y por la Alianza. La primera de las ‘diez palabras’ recuerda el amor primero de Dios hacia su pueblo: 

    Como había habido, en castigo del pecado, paso del paraíso de la libertad a la servidumbre de este mundo, por eso la primera frase del Decálogo, primera palabra de los mandamientos de Dios, se refiere a la libertad: ‘Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre’ (Ex 20, 2; Dt 5, 6) (Orígenes, hom. in Ex. 8, 1). 

    2062 Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar. Expresan las implicaciones de la pertenencia a Dios instituida por la Alianza. La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio que Dios se propone en la historia. 

    2063 La alianza y el diálogo entre Dios y el hombre están también confirmados por el hecho de que todas las obligaciones se enuncian en primera persona (‘Yo soy el Señor...’) y están dirigidas a otro sujeto (‘tú’). En todos los mandamientos de Dios hay un pronombre personal en singular que designa el destinatario. Al mismo tiempo que a todo el pueblo, Dios da a conocer su voluntad a cada uno en particular: 

    El Señor prescribió el amor a Dios y enseñó la justicia para con el prójimo a fin de que el hombre no fuese ni injusto, ni indigno de Dios. Así, por el Decálogo, Dios preparaba al hombre para ser su amigo y tener un solo corazón con su prójimo... Las palabras del Decálogo persisten también entre nosotros (cristianos). Lejos de ser abolidas, han recibido amplificación y desarrollo por el hecho de la venida del Señor en la carne. (S. Ireneo, haer. 4, 16, 3-4). 

    El Decálogo en la Tradición de la Iglesia 

    2064 Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordiales. 

    2065 Desde san Agustín, los ‘diez mandamientos’ ocupan un lugar preponderante en la catequesis de los futuros bautizados y de los fieles. En el siglo XV se tomó la costumbre de expresar los preceptos del Decálogo en fórmulas rimadas, fáciles de memorizar, y positivas. Estas fórmulas están todavía en uso hoy. Los catecismos de la Iglesia han expuesto con frecuencia la moral cristiana siguiendo el orden de los ‘diez mandamientos’. 

    2066 La división y numeración de los mandamientos ha variado en el curso de la historia. El presente catecismo sigue la división de los mandamientos establecida por san Agustín y que ha llegado a ser tradicional en la Iglesia católica. Es también la de las confesiones luteranas. Los Padres griegos hicieron una división algo distinta que se usa en las Iglesias ortodoxas y las comunidades reformadas. 

    2067 Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo. 

    Como la caridad comprende dos preceptos en los que el Señor condensa toda la ley y los profetas..., así los diez preceptos se dividen en dos tablas: tres están escritos en una tabla y siete en la otra. (S. Agustín, serm. 33, 2, 2). 

    2068 El Concilio de Trento enseña que los diez mandamientos obligan a los cristianos y que el hombre justificado está también obligado a observarlos (cf DS 1569-1670). Y el Concilio Vaticano II afirma que: ‘Los obispos, como sucesores de los apóstoles, reciben del Señor... la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo para que todos los hombres, por la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos, consigan la salvación’ (LG 24). 

    La unidad del Decálogo 

    2069 El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las ‘diez palabras’ remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros (cf St 2, 10-11). No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus creaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre. 

    El Decálogo y la ley natural 

    2070 Los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana. El Decálogo contiene una expresión privilegiada de la ‘ley natural’: 

    Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo. (S. Ireneo, haer. 4, 15, 1). 

    2071 Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos del Decálogo han sido revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación: 

    En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad. (S. Buenaventura, sent. 4, 37, 1, 3). 

    Conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la con ciencia moral. 

    La obligación del Decálogo 

    2072 Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos están grabados por Dios en el corazón del ser humano. 

    2073 La obediencia a los mandamientos implica también obligaciones cuya materia es, en sí misma, leve. Así, la injuria de palabra está prohibida por el quinto mandamiento, pero sólo podría ser una falta grave en razón de las circunstancias o de la intención del que la profiere 

    “Sin mí no podéis hacer nada” 

    2074 Jesús dice: ‘Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. ‘Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado’ (Jn 15, 12). 

 
Fuente: http://www.corazones.org/diccionario/mandamientos.htm
 
 
  • EL AMOR A DIOS Y EL AMOR AL PRÓJIMO SS. Juan Pablo II
Audiencia General del miércoles 20 de octubre de 1999
1. «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 20-21).

La virtud teologal de la caridad, de la que hablamos en la catequesis anterior, se expresa en dos direcciones: hacia Dios y hacia el prójimo. En ambos aspectos es fruto del dinamismo de la vida de la Trinidad en nuestro interior.

En efecto, la caridad tiene su fuente en el Padre, se revela plenamente en la Pascua del Hijo, Crucificado y Resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu Santo. En ella Dios nos hace partícipes de su mismo Amor.

Quien ama de verdad con el amor de Dios, amará también al hermano como Él lo ama. Aquí radica la gran novedad del cristianismo: no puede amar a Dios quien no ama a sus hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor.

2. La enseñanza de la sagrada Escritura a este respecto es inequívoca. El amor a los semejantes es recomendado ya a los israelitas: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Aunque este mandamiento en un primer momento parece restringido únicamente a los israelitas, progresivamente se entiende en sentido cada vez más amplio, incluyendo a los extranjeros que habitan en medio de ellos, como recuerdo de que Israel también fue extranjero en tierra de Egipto (cf. Lv 19, 34; Dt 10, 19).

En el Nuevo Testamento este amor es ordenado en un sentido claramente universal: supone un concepto de prójimo que no tiene fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los enemigos (cf. Mt 5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se considera imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre celestial, que provee a las necesidades de todos y no hace distinción de personas (cf. Mt 5, 45). En cualquier caso, permanece vinculado al amor a Dios, pues los dos mandamientos del amor constituyen la síntesis y el culmen de la Ley y de los Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo quien practica ambos mandamientos, está cerca del reino de Dios, como dice Jesús respondiendo al escriba que le había hecho la pregunta (cf. Mc 12, 28-34).

3. Siguiendo este itinerario, que vincula el amor al prójimo con el amor a Dios, y a ambos con la vida de Dios en nosotros, es fácil comprender porqué el Nuevo Testamento presenta el amor como fruto del Espíritu, es más, como el primero entre los muchos dones enumerados por san Pablo en la carta a los Gálatas: «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22-23). 

La tradición teológica ha distinguido las virtudes teologales, los dones y los frutos del Espíritu Santo, aunque los ha puesto en correlación (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1830-1832). Mientras las virtudes son cualidades permanentes conferidas a la criatura con vistas a las obras sobrenaturales que debe realizar y los dones perfeccionan tanto las virtudes teologales como las morales, los frutos del Espíritu son actos virtuosos que la persona realiza con facilidad, de modo habitual y con gusto (cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 70, a.1, ad 2). Estas distinciones no se oponen a lo que San Pablo afirma cuando habla en singular de fruto del Espíritu. En efecto, el Apóstol quiere indicar que el fruto por excelencia es la caridad divina, el alma de todo acto virtuoso. De la misma forma que la luz del sol se expresa en una variada gama de colores, así la caridad se manifiesta en múltiples frutos del Espíritu. 

4. En este sentido, la carta a los Colosenses dice: «Por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). El himno a la caridad, contenido en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 13) celebra este primado de la caridad sobre todos los demás dones (cf. 1 Co 13, 1-3), incluso sobre la fe y la esperanza (cf. 1 Co 13, 13). En efecto, el Apóstol afirma: «La caridad no acaba nunca» (1 Co 13, 8). 

El amor al prójimo tiene una connotación cristológica, dado que debe adecuarse al don que Cristo ha hecho de su vida: «En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16). Ese mandamiento, al tener como medida el amor de Cristo, puede llamarse «nuevo» y permite reconocer a los verdaderos discípulos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35). El significado cristológico del amor al prójimo resplandecerá en la segunda venida de Cristo. Precisamente entonces se constatará que la medida para juzgar la adhesión a Cristo es precisamente el ejercicio diario y visible de la caridad hacia los hermanos más necesitados: «Tuve hambre y me disteis de comer...» (cf. Mt 25, 31-46). 

Sólo quien se interesa por el prójimo y sus necesidades muestra concretamente su amor a Jesús. Si se cierra o permanece indiferente al «otro», se cierra al Espíritu Santo, se olvida de Cristo y niega el amor universal del Padre. 
 
Fuente: http://www.corazones.org/moral/10_mandamientos/amoradios_projimo.htm
 
 
  • NO MATARÁS: NO A LA VIOLENCIA, SI A LA PAZ!! Mensaje de S.S. Juan Pablo II para la Jornada Mundial por la Paz de 1978

    Una vez más nos atrevemos a dirigir al mundo, a la humanidad, la palabra suave y solemne de paz. Esta palabra nos oprime y nos exalta. No es nuestra; desciende del reino invisible, el reino de los cielos; notamos la trascendencia profética, no apagada por nuestros humildes labios, que le prestan la voz: "Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor" (Lc 2, 14). ¡Sí, repetimos, la paz debe existir! ¡La paz es posible!

    Este es el anuncio; ésta es la nueva, siempre nueva y gran noticia; éste es el Evangelio, que también en el alba del nuevo ciclo sideral, el año de gracia de 1978, debemos proclamar a todos los hombres: la paz es el don ofrecido a los hombres, que pueden y deben acogerlo, colocándolo en la cima de sus espíritus, de sus esperanzas, de su felicidad. 

    Un anuncio para todos los hombres de buena voluntad
    La paz, recordémoslo inmediatamente, no es un sueño puramente ideal, no es una utopía atrayente, pero infecunda e inalcanzable; es y debe ser una realidad; una realidad mutable y que se debe crear en cada período de la civilización, como el pan que nos alimenta, fruto de la tierra y de la divina Providencia, pero a la vez obra del hombre trabajador. La paz no es, en absoluto, un estado de ataraxia pública en la cual quien goza de ella se ve dispensado de todo cuidado y defendido ante cualquier obstáculo, pudiendo concederse una felicidad estable y tranquila que tiene más de inercia y de hedonismo que de vigor vigilante y laborioso: la paz es un equilibrio que se sostiene en el movimiento y que despliega constantes energías de espíritu y de acción; es una fortaleza inteligente y siempre viva.

    Por eso, en los umbrales del nuevo año de 1978 suplicamos una vez más a todos los hombres de buena voluntad, a las personas responsables de la conducta colectiva de la vida social, a los políticos, a los pensadores, a los publicistas, a los artistas, a los inspiradores de la opinión pública, a los maestros de las escuelas, del arte, de la oración, y también a los grandes mentores y agentes del mercado mundial de armas, a todos, que emprendan nuevamente con generosa honestidad la reflexión acerca de la paz en el mundo, hoy.

    Creemos que, a la hora de valorar esta paz, hay dos fenómenos capitales que se imponen con fácil ventaja a la atención común. 

    La historia de nuestro tiempo y las magistrales enseñanzas de los Papas
    El primer fenómeno es extraordinariamente positivo y lo constituye el progreso evolutivo de la paz. Esta es una idea que va ganando prestigio en la conciencia de la humanidad; avanza, precede y acompaña a la idea del progreso, que es la de la unidad del género humano. La historia de nuestro tiempo, digámoslo en honor suyo, está toda ella salpicada de flores de una espléndida documentación en favor de la paz pensada, querida, organizada, celebrada y defendida: Helsinki enseña. Y confirman estas esperanzas la próxima sesión especial de la Asamblea General de la O.N.U., dedicada al problema del desarme, y los numerosos esfuerzos de los grandes y de los humildes agentes de la paz.

    Nadie se atreve hoy a sostener, como principio de bienestar y de gloria, programas declarados de lucha mortal entre los hombres, esto es, de guerra. Incluso allí donde las expresiones comunitarias de un legàdtimo interés nacional, sufragado por títulos que parecen coincidir con las razones prevalentes del derecho, no logran afirmarse mediante la guerra como vía de solución, se confía todavía que pueda ser evitado el recurso desesperado al uso de las armas, hoy más que nunca locamente homicida y destructor. Pero en estos momentos la conciencia del mundo se halla aterrorizada por la hipótesis de que nuestra paz no sea sino una tregua y de que se pueda desencadenar fulminantemente una conflagración inconmensurable. Quisiéramos estar en condiciones de ahuyentar esta inmanente y terrible pesadilla, proclamando en alta voz lo absurdo de la guerra moderna y la absoluta necesidad de la paz, que no se funda ya sobre la prevalencia de las armas, dotadas hoy día de un infernal potencial bélico (recordemos la tragedia de Japón), o sobre la violencia estructural de algunos regímenes políticos, sino sobre el método paciente, racional y solidario de la justicia y la libertad, como lo van promoviendo y tutelando las grandes instituciones internacionales actualmente existentes. Confiamos en que las enseñanzas magistrales de nuestros grandes predecesores, Pío XII y Juan XXIII, seguirán inspirando en este tema fundamental la sabiduría de los maestros modernos y de los hombres políticos de nuestro tiempo. 

    Origen, dimensiones y consecuencias de la violencia
    Queremos referirnos ahora a un segundo fenómeno, negativo y concomitante con el primero: es el de la violencia pasional o cerebral. Está difundiéndose en la vida civilizada moderna, aprovechándose de las facilidades de que goza la actividad del ciudadano para acechar y herir, generalmente a traición, al ciudadano hermano que se opone legalmente a un interés propio. Esta violencia, que podemos llamar también privada por más que esté astutamente organizada en grupos clandestinos y facciosos, asume proporciones preocupantes, tales como para convertirse en costumbre. Se podría definir delincuencia, por los términos antijurídicos en que se expresa, pero las manifestaciones en que desde hace algún tiempo y en algunos ambientes se va desplegando, exigen un análisis propio, bastante variado y difícil. Deriva de una decadencia de la conciencia moral, no educada, no asistida, empapada generalmente de un pesimismo social, que ha apagado en el espíritu el gusto y el empeño de la honestidad profesada por sí misma, así como aquello que de más hermoso y fácil hay en el corazón humano: el amor verdadero, noble y fiel. A veces la psicología del violento arranca de una raíz perversa de venganza ideal y, consiguientemente, de una justicia insatisfecha, macerada por pensamientos amargos y egoístas, y potencialmente sin reparo ni freno con respecto a cualquier objetivo; lo posible sustituye a lo honesto; único freno es el temor de incurrir en alguna sanción pública y privada; y por esto la actitud habitual de esta violencia es la de la acción a escondidas y del acto vil y alevoso que compensa la violencia misma con el éxito impune.

    La violencia no es fortaleza. Es la explosión de una energía ciega que degrada al hombre que se abandona a ella, rebajándolo del nivel racional al pasional; incluso cuando la violencia conserva un cierto dominio de sí, busca vías innobles para afirmarse, las vías de la insidia, de la sorpresa de la prevalencia física sobre un adversario más débil y posiblemente indefenso; aprovecha de la sorpresa o del miedo de éste y de la propia locura; y si esto ocurre entre los dos contendientes, ¿cuál es el más vil?

    Un aspecto de la violencia erigida en sistema "para arreglar cuentas" ¿no recurre a formas abominables de odio, de rencor, de enemistad, que constituyen un peligro para la convivencia, y que descalifican a la comunidad, dentro de la cual descomponen los sentimientos mismos de humanidad que forman el tejido primario e indispensable de cualquier sociedad, ya sea familiar, tribal o comunitaria? 

    La guerra total y la guerra parcial
    La violencia es antisocial por los métodos mismos que le permiten organizarse en una complicidad de grupo, donde el silencio forma el cemento de cohesión y el escudo de protección; un deshonroso sentido del honor le confiere un paliativo de conciencia; y es ésta una de las deformaciones del verdadero sentido social, difundida hoy, que cubre con el secreto y con la amenaza de venganza despiadada, ciertas formas asociadas de egoísmo colectivo, receloso de la legalidad normal y siempre hábil para eludir su observancia, tramando, como por fuerza de cosas, empresas criminales que a veces degeneran en gestos de despiadado terrorismo, epílogo de la falsa vía emprendida y causa de deplorables represiones. La violencia conduce a la revolución, y la revolución a la pérdida de la libertad. Es equivocado el eje social, en torno al cual despliega la violencia el propio desarrollo fatal; estallada como reacción de fuerza, no falta a veces de lógico impulso, termina su ciclo contra sí misma y contra los motivos que han provocado su intervención. Posiblemente es el caso de recordar la frase lapidaria de Cristo contra el recurso impulsivo al uso de una espada vengadora: "...quien toma la espada, a espada morirá" (Mt 26, 52). Recordémoslo por tanto: la violencia no es fortaleza. No exalta, sino que humilla al hombre que recurre a ella.

    En este Mensaje de paz hablamos de la violencia, como de su término antagonista, y no hemos hablado de guerra, la cual merece aún nuestra condenación, por más que hoy día la guerra tiene ya su propia condena, cada vez más extendida, y tiene en contra suya un laudable esfuerzo cada vez más cualificado, tanto social como políticamente; y además, porque la guerra se halla reprimida por la misma terribilidad de las propias armas, de las que podría disponer inmediatamente en la super-trágica eventualidad de que estallase. El miedo, común a todos los pueblos, y en especial a los más fuertes, contiene la eventualidad de que la guerra asuma las proporciones de una conflagración cósmica. Al miedo, dique más mental que real, se une como ya hemos dicho un esfuerzo racional y elevado a los supremos niveles políticos, que debe tender no tanto a equilibrar la fuerza de los eventuales contendientes cuanto a demostrar la suprema irracionalidad de la guerra, y al mismo tiempo a establecer entre los pueblos relaciones cada vez más interdependientes, solidarias al fin, y también más amistosas y humanas. Dios quiera que así sea.

    No podemos cerrar los ojos ante la triste realidad de la guerra parcial, bien sea porque mantiene su presencia feroz en determinadas zonas, bien sea porque psicológicamente no queda excluida de hecho en la turbulenta hipótesis de la historia contemporánea. Nuestra guerra contra la guerra no ha sido vencida todavía: nuestro "sí" a la paz es más bien optativo que real, porque en tantas situaciones geográficas y políticas, no arregladas aún con soluciones justas y pacíficas, permanece endémica la hipótesis de futuros conflictos. Nuestro amor a la paz debe permanecer en guardia; además, otras perspectivas distintas de la de una nueva guerra mundial nos obligan a considerar y exaltar la paz incluso fuera de las trincheras militares. 

    La paz exige la defensa de la vida
    De hecho debemos defender hoy la paz bajo su aspecto, que podríamos llamar metafísico, anterior y superior al histórico y contingente de la pausa militar y de la exterior tranquillitas ordinis, queremos considerar la causa de la paz reflejada en la de la misma vida humana. Nuestro "sí" a la paz se extiende a un "sí" a la vida. La paz debe afirmarse no sólo en los campos de batalla, sino dondequiera que se desarrolla la existencia del hombre. Allí hay, más aún, debe haber también no sólo una paz que tutele esta existencia contra las amenazas de las armas bélicas, sino también una paz que proteja la vida en cuanto tal contra toda clase de peligros, contra toda clase de daño, contra toda insidia.

    El discurso podría ser vastísimo; pero nuestros puntos de referencia son pocos y determinados. Existe en el tejido de nuestra civilización una categoría de personas doctas, valientes y buenas, que han hecho de la ciencia y del arte sanitaria su vocación y su profesión. Son los médicos y cuantos con ellos y bajo su dirección estudian y trabajan por la existencia y el bienestar de la humanidad. Honor y reconocimiento a estos sabios y generosos tutores de la vida humana.

    Llamada a los médicos, a las madres, a las autoridades, a todas las instancias competentes para que tutelen la vida humana
    Nosotros, ministro de la religión, miramos a esta escogidísima categoría de personas, dedicada a la salud física y psíquica de la humanidad, con gran admiración, con profunda gratitud y con gran confianza. Por muchos títulos, la salud física, el remedio a la enfermedad, el alivio del dolor, la energía del desarrollo y del trabajo, la duración de la existencia temporal y tanta parte de la vida moral dependen de la cordura y de los cuidados de estos protectores, defensores y amigos del hombre. Estamos cerca de los hombres y sostenemos, dentro de nuestras posibilidades, sus fatigas, su honor, su espíritu. Confiamos en su solidaridad para afirmar y defender la vida humana en aquellas singulares contingencias en que la vida misma puede verse comprometida por un positivo e inicuo propósito de la voluntad humana. Nuestro "sí" a la paz suena como un "sí" a la vida. La vida del hombre, desde su primer encenderse a la existencia, es sagrada. La ley del "no matarás" tutela este inefable prodigio de la vida humana con una soberanía trascendente. Este es el principio que gobierna nuestro ministerio religioso en orden al ser humano. Confiamos en tener como aliado nuestro el ministerio terapéutico.

    Y confiamos no menos en el ministerio que ha dado principio a la vida humana, el de la generación, el materno en primer lugar. ¡Qué delicadas se vuelven ahora nuestras palabras, qué emocionadas, piadosas y graves! La paz tiene en este campo de la vida que nace su primer escudo de protección; un escudo provisto de las más suaves protecciones, pero escudo de defensa y de amor.

    Nos no podemos, por tanto, sino desaprobar toda ofensa a la vida que nace, y no podemos sino suplicar a todas las autoridades, a todas las instancias competentes que actúen para que se prohíba y se ponga remedio al aborto voluntario. El seno materno y la cuna de la infancia son las primeras barreras que no solamente defienden con la vida la paz, sino que la construyen (cf. Sal 126, 3 ss.). Quien, oponiéndose a la guerra y a la violencia, escoge la paz, escoge por eso mismo la vida, escoge al Hombre en sus exigencias profundas y esenciales; éste es el sentido de este Mensaje, que de nuevo enviamos con humilde y ardiente convicción a los responsables de la paz en la tierra y a todos los hermanos del mundo. 

    Llamada a los jóvenes, artífices de la paz de hoy y de mañana
    Pero debemos añadir todavía una apostilla dedicada a todos los muchachos que constituyen frente a la violencia el sector más vulnerable de la sociedad, pero también la esperanza de un mañana mejor: llegue a ellos, por alguna vía benévola e inteligente, este Mensaje para la paz.

    Digamos la razón. Primeramente, porque en los Mensajes para la Paz de los años anteriores pusimos en evidencia que no hablamos en nuestro nombre solamente, sino que hablamos en nombre de Cristo, que es "el Príncipe de la Paz" en el mundo (Is 9, 6), el cual ha dicho: "Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Creemos que sin la guía y la ayuda de Cristo la paz verdadera, estable y universal no es posible. Y creemos también que la paz de Cristo no hace débiles a los hombres, no los convierte en gente miedosa y víctimas de la prepotencia de los otros, sino que más bien los hace capaces de luchar por la justicia y de resolver muchas cuestiones con la generosidad, más aún, con el genio del amor.

    Segunda razón. Vosotros, los muchachos, tenéis frecuentemente la tentación de reñir. Recordaos: es una vanidad nociva el querer aparecer fuertes contra otros hermanos y compañeros mediante las peleas, las palabrotas, los golpes, la ira, la venganza. Responderéis que todos hacen lo mismo. Mal hecho, os decimos; si queréis ser fuertes, sedlo con vuestro ánimo, con vuestro comportamiento; aprended a dominaros; sabed también perdonar y volved de nuevo a ser amigos de aquellos que os han ofendido: así seréis de verdad cristianos.

    No odiéis a nadie. No seáis orgullosos ante otros muchachos o personas de distinta condición social, de otros países. No actuéis por interés egoísta, por despecho, nunca jamás por venganza, repetimos.

    Tercera razón. Pensamos que vosotros, muchachos, cuando seáis hombres deberéis cambiar el modo de pensar y de actuar del mundo de hoy, siempre dispuesto a distinguirse, a separarse de los demás, a combatirlos; ¿no somos todos hermanos?, ¿no somos todos miembros de una misma familia humana?, ¿no están todas las naciones obligadas a ir de acuerdo, a crear la paz?

    Vosotros, jóvenes de los nuevos tiempos, debéis acostumbraros a amar a todos, a dar a la sociedad el aspecto de una comunidad muy buena, más honesta, más solidaria. ¿Queréis verdaderamente ser hombres y no lobos? ¿Queréis verdaderamente tener el mérito y la alegría de hacer el bien, de ayudar a quien lo necesita, de realizar alguna obra buena con el único premio de la conciencia? Pues bien, recordad las palabras pronunciadas por Jesús durante la última Cena, la noche anterior a su pasión. El dijo: "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros... En esto conocerán que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros" (Jn 13, 34-35). Este es el signo de nuestra autenticidad, humana y cristiana, quererse bien los unos a los otros.

    Jóvenes, nos despedimos y os bendecimos a todos. Esta es nuestra consigna: ¡No a la violencia, sí a la paz! ¡A Dios!
 
Fuente: http://www.corazones.org/moral/10_mandamientos/nomataras_violenciapaz.htm
 
  • Los diez mandamientos  se encierran en dos:
Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. (Marcos 10,17-19)
 
  •  LOS 10 MANDAMIENTOS: UN GRAN "SI" (Benedicto XVI, Mariazell, 13,IX,07).

Si con Cristo y su Iglesia releemos de nuevo el Decálogo del Sinaí (...) nos damos cuenta de que es (...) ante todo 
-un sí a un Dios que nos ama y nos guía (...) y sin embargo nos deja nuestra libertad entera (los tres primeros mandamientos). 
-Es un sí a la familia (cuarto mandamiento),
-a la vida (quinto mandamiento),
-a un amor responsable (sexto mandamiento),
-a la responsabilidad social y a la justicia (séptimo mandamiento),
-a la verdad (octavo mandamiento),
-al respeto de los otros y de lo que les pertenece (noveno y décimo mandamientos).
En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios vivo, vivimos este múltiple sí y al mismo tiempo lo llevamos como indicador de nuestro recorrido en el mundo". 

 

Fuente: http://www.corazones.org/moral/10_mandamientos/a_10mandamientos.htm

 

LOS MANDAMIENTOS

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